Dice la leyenda
que los seres humanos fueron creados originariamente con cuatro brazos, cuatro
piernas y una cabeza con dos caras. Ante el temor de su poder, Zeus los dividió
en dos seres separados, condenándolos a pasar sus vidas en busca de sus otras
mitades. Así nacen las almas gemelas o las medias naranjas o como quieran
llamarlo.
Yo nunca fui de
mitos, ni de leyendas, pero a ella le gustaba contarme historias así, como las
mil más que se inventaba. Aunque, sin duda, ésta siempre fue mi preferida. Quizá por el
hecho de que me la contaba justo mi otra mitad. Quizá porque
habíamos conseguido convertirnos en una sola entidad. Quizá porque
sabíamos que ni siquiera Zeus, el dios de dioses, podría con nosotros uno. Uno,
porque ya no éramos dos.
Pero claro, el
amor todavía no ha aprendido a combatir la leucemia, aunque créanme cuando les
digo que de verdad lo intenta.
El día que me
dijo que se estaba muriendo fue un día gris, por dentro y por fuera, el frío
empezaba a cubrirlo todo, y con su terrorífica noticia ella atrajo a los
relámpagos, que absorbieron toda mi luz, y a los truenos, que camuflaron mis
gritos, y, por último, a la lluvia, que salió de mis ojos inundando la ciudad.
Esa tormenta duró tan sólo unos minutos pero desde entonces, en mi interior, no
ha cesado el invierno.
Y ahora han pasado trece horas desde que ella se ha ido, no sé muy bien
a dónde, no sé muy bien por qué. No me gusta decir que ha muerto, porque no es
cierto, una persona muere cuando se la olvida, y créanme que Arizona es una de
esas personas que dejan huella, a fuego, de por vida. Trece horas, que se me han hecho tan largas como trece eternidades. Trece era su número de la suerte. Trece, porque le gustaba ir en contra del mundo, siempre en contra,
pero siempre con el viento a favor, no sé cómo lo hacía.
Ella, borracha, me decía que era libertad, y que yo era sus alas, que
ella sola no sabía, ni quería volar y ella creía que eso estaba bien, que yo
era justo la línea que la separaba de la locura absoluta. A ella le gustaba
pensar que era mi libertad y que yo era su locura. Y eso nos gustaba, a los
dos, nos encantaba, nos volvía locos, libres.
Trece horas desde que la tuve entre mis brazos por última vez, su
cuerpo inerte, su alma ingrávida. Trece horas desde que exhalo su último aliento, rozándome los labios. Después de dos años de dolor, de miedo, de falsas esperanzas, de
despedidas, de invierno.
Pero no creáis
que todo siempre fue malo, esto solamente fue una pequeña parte de nosotros. Os
voy a contar la luz de nuestra historia, para que podáis entender mejor mi
decisión.
La encontré un
atardecer de verano, en un pequeño rincón de una inmensa Madrid. Con su coleta
alta y sus pantalones cortos, cantaba una canción de Bruce Springsteen
acompañada de una guitarra y al pasar por su lado me volvió loco, pero ese día
no la dije nada, ni al siguiente tampoco, ni al siguiente del siguiente.
Al cuarto día yo
ya estaba calado hasta los huesos, pero fue ella la que dio el salto.
Cuando la
descubrí, porque a Arizona no se la conocía, se la descubría, me enamoré de
ella tres veces.
La primera vez
fue en cuanto la vi o, más bien, en cuanto la escuché. Me enamoró su voz, era
tan pura y, quizá, triste que casi la podía rozar con mis dedos.
La segunda vez
fue el segundo día, cuando me sonrió, quién me iba a decir que esa sonrisa, que
no era de este mundo, me iba a salvar de tantos precipicios que vendrían
después.
Y la tercera vez
fue cuando me salvó la vida, en todos y cada uno de los sentidos en los que una
persona te puede salvar, en el sentido que encuentra la vida cuando uno
encuentra a su alma espejo, como ella las llamaba.
Arizona decía
que las almas no podían ser gemelas, que si eran gemelas eran iguales y
entonces no podían encajar, ella decía que yo era el alma espejo de su alma, y
viceversa, que nuestras almas eran iguales pero contrarias, simétricas, que
encajaban como las piezas de un rompecabezas universal.
Arizona era así,
era rara, especial, diferente. No sé ni cómo empezar a describirla, era tanto
en tan poco. Y yo me siento tan pequeño hablando de ella. Empezaré
diciendo que era preciosa, que tenía una belleza innata, algo extraño que la
hacía espectacular. Tenía unos ojos
grises que te atrapaban en cuanto los mirabas, y una mirada que transmitía
millones de cosas sin querer. Tenía un pelo
tan oscuro que te envolvía por completo. Y su sonrisa, ya
os hablé de ella, era la curva más perfecta de todo su cuerpo. Tanto que las
pocas veces en las que esa curva se invertía, todo dolor parecía mucho más
profundo. También tenía la
cara llena de pequeñas pecas, formando constelaciones, a mí me encantaban, ella
las odiaba. Y unas piernas
tan largas que me refugiaban del mundo.
La primera vez
que nuestras lenguas se entrelazaron rocé el cielo, incluso sentí vértigo.
Sentía que ella era mi abismo, mi salto y mi salvación. Y de cuando me llevaba
al infinito mejor ni hablamos. Arizona me hacía sentir de todo, me hacía sentir
mil cosas extremas, opuestas, a la vez, y eso me enloquecía.
Arizona parecía
frágil, perdida, era de esas personas a las que sientes que tienes que
proteger. Sin embargo, no le gustaba que nadie la rescatase. Decía que no era
ninguna princesa, que yo no era un príncipe azul. Decía que le gustaba caer
novecientas noventa y nueve veces para poder volver a levantarse mil veces más.
Sin embargo, ella a mí nunca me dejaba caer, o no demasiado. Arizona era una
melodía que nunca te cansabas de escuchar. Arizona era
serendipia, tenía el don de la casualidad. Ella era de ese
tipo de personas con las que piensas que nunca vas a tener el placer, o la
desgracia, de encontrarte pero que de repente entran en tu vida y arrasan con
todo. Arizona era un
huracán, indomable, inestable. Ella era de esas
que piensas que ni mil vidas bastarían para llegar a rayar la superficie de su
personalidad, para llegar a conocerla del todo. Sin embargo, ella conocía cosas
de mí que ni yo mismo sabía. Antes de
descubrirla pensaba que era perfecta, luego me di cuenta de que no, de que, por
suerte, no tenía nada que ver con la perfección.
Y de mí que
quieren que les diga, que creo que nunca fui suficiente, pero que nunca dejaré
de intentarlo.
Dice mi leyenda
que cada alma tiene su alma espejo en otra persona, esa persona que encaja a la
perfección en todos los ángulos de tu cuerpo, de tu espíritu. Dice mi leyenda
que cuando encuentras a tu alma espejo estás condenado, o destinado, a morir
dos veces: una cuando la otra persona muere, ya que vuestras almas están tan
firmemente enganchadas, encajadas, que al morir una, muere la otra. La segunda
vez es cuando el corazón deja de latir. Mi alma ya se ha
roto, ya se ha ido, pero mi corazón no frena, retumba triste en mi pecho, y
ahora me toca a mí dar el salto, siempre un par de pasos por detrás de ella.
Yo nunca fui un
poeta, pero creo que las cartas de suicidio siempre deben impregnarse de
melancolía, y la melancolía, al fin y al cabo, es poesía y leyenda.
Quizá piensen de
mí que soy un cobarde, que me he rendido demasiado pronto.
Quizá piensen de
mí que soy un valiente, que va detrás de lo que ama.
Quizá piensen de
mí que soy un loco, que voy detrás de mi locura.